Un autorretrato.
El ¨auto¨ no viene del sujeto, ni del sustantivo, ni de la subjetividad. Está ahí, habitando ese espacio entre la sociedad, la pulsión de muerte y el devenir. Está en movimiento, frenando, de reversa, volviendo a arrancar, frenando, entrando en reversa o en reserva... Entre el ¨yo¨ y el ¨otro¨ a veces el acontecimiento, otras el punto muerto. Aquí estamos, ese es nuestro auto. No nos lleva a ningún lado y quedó parado acá. Está entre mi deseo de volver a tocarte y el que hace más de seis meses que no hablamos, sumando el hecho de que, mientras tanto, juego a que el auto puede estar en otros otros y sus pieles y el vehículo que puedan llegar a ser y no son. Pero lo veo ahí, de a ratos, te juro, en el auto que retrato, fúnebre, y que te traslada del lugar en el que todavía estás (y permaneciste a pesar) y el escafismo al que tengo que someterte y que va a durar otro largo rato, quizás para siempre... Ese cajoncito entre el sentir y el souvenir. Mientras mis remordimientos te comen los pies, y mis lágrimas las pestañas. ¿Te duele a vos? Me duele a mi. Ese auto no perdona... Me tiene todo el día encerrada ahogándome de sed. Al final de todo, cuando mis heridas hayan limado tus pecas y mis caninos de leche devorado tus cejas, voy a encontrarte ahí, lo sé, en el olor a fruta podrida y miel, de todos los retratos que te hice alguna vez, sin saber que eran de mí.
Y me dan ganas de llorar.
Que para tener una imagen mía, te tenga que matar. Me tenga que matar.
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